sábado, 1 de enero de 2011

Comentario sobre "El diccionario jázaro"

Buenas noches a todos. Feliz año nuevo. Espero que hayáis empezado el año estupendamente y que transcurra aún mejor. Y también espero veros más que los últimos meses.

Llevaba tiempo con una idea en mente. Se trataba de comentar el primer libro que leímos en profundidad: "El diccionario jázaro" que da nombre a nuestra tertulia.

El motivo de escribir ahora, después de tanto tiempo del libro, es que ha sido lo que más me ha gustado del año y puede que la década. Así que me he dado el capricho de hacer un comentario amplio del libro que os dejo aquí, como una nueva entrada del blog. Espero que alguno se anime a leerlo y lo disfrute.

Un abrazo a todos.

Comentario

Después de estar mirando este papel en blanco durante varios minutos, lo primero que pienso es: ¿Cómo me enfrento yo a comentar este monumental laberinto que es el Diccionario Jázaro? Me parece complicado. Sin embargo, el objetivo que me marco no es el de analizar correctamente la obra sino el de escribir un comentario que haga disfrutar al que lo lea y que, sobre todo, impulse a leer una obra que se ha convertido en una de los mejores textos que han pasado por mis manos. Espero por tanto, animaros a leer el libro pero advirtiéndoos (tal como lo hace el autor) de que hay que hacerlo con una especial atención.

Podría empezar resumiendo la historia que narra la novela, aunque esto sea algo así como ver la superficie del mar desde arriba: es bonita e imprescindible recipiente para que puedan vivir los maravillosos seres que hay bajo sus aguas, pero si no nos zambullimos y soportamos el frío, las corrientes y el mismo miedo a los animales marinos, nunca veremos lo que hay debajo –sin duda los más bello y misterioso–.

Pavic hace varias advertencias al lector:
– Aquí yace el lector que nunca abrirá este libro, aquí está muerto para siempre.
– El autor aconseja al lector que no tome en sus manos este libro sin un buen motivo. Y si es que llega a tocarlo, que eso sea en los días en que sienta que su inteligencia y cautela van más alla de lo acostumbrado, y que lea como ataca la fiebre terciana y cuartana, que se salta los días y se manifiesta solo los días femeninos de la semana.
– Cada uno de nosotros lleva de paseo delante de sí a su pensamiento como al mono atado con una cuerda. Al leer, siempre tiene dos monos: uno que es el suyo y otro ajeno, o lo que espeor, a un mono y a una hiena. Y a ver qué es lo que va a darle de comer a cada uno. Porque la hiena no como lo mismo que el mono.
– Quienquiera que abriera el libro pronto quedaba paralizado, clavado en su propio corazón como por un alfiler. El lector, en efecto, moría en la página nueve, en las palabras: Verbum caro factum est.
– Solamente aquel que sepa leer las partes de un libro en el orden correcto, puede crear de nuevo el mundo.

Con tales amenazas, uno empieza a leer algo atemorizado el libro, y creo que nada mejor que el miedo para aguzar los sentidos.

La historia que encontraremos en el libro es la siguiente: el soberano de los jázaros, tiene un sueño en el que un ángel le dice que sus intenciones son gratas a Dios pero que sus actos no. Para comprender el significado del sueño el soberano hace llamar a un representante cristiano (un monje), uno musulmán (un derviche) y otro judío (un rabino). El rey promete que él y su pueblo se convertirán a la religión del representante cuya interpretación del sueño le sea más satisfactoria.

El libro reúne toda la información que se ha conseguido recopilar sobre los jázaros y personajes alrededor de lo que tenga que ver con ellos. El argumento central es la polémica jázara, de la que cada religión se hizo eco a su manera. La polémica jázara es la discusión y argumentación de los representantes de las distintas religiones al interpretar el sueño del soberano.

Sin embargo, dentro de esta historia que hace de contenedor hay otras muchas, cada una con un tema y argumento. Algunos de estos relatos son simplemente magníficos y cargados de mensajes muy interesantes. El lector debe esforzarse por extraer sus significados y la relación con otros relatos del libro, y al conseguirlo experimenta el placer del que desentraña un acertijo.

No obstante, en mi opinión, el tema del libro es algo mucho más profundo. Una especie de filosofía de la vida y la muerte, y sus versiones de vigilia y sueño. El autor no entiende la vida como la de un individuo, sino como la de un todo, la vida universal. Fijaos en esta estupenda frase:

.

Si os fijáis bien, y cuando digo bien me refiero a “con una atención del carajo”, varios personajes del libro son reencarnaciones de los anteriores. Solo sus subconscientes guardan la información anterior. Y por supuesto, la forma de manifestación del subconsciente que conocemos es el sueño. El libro está lleno de sangre, y la sangre es el vehículo portador de la información genética universal que nos hace a todos ser uno, por haber partido del mismo ser. Y creo que esto es justo lo que nos trata de decir Pavic. Todos partimos del mismo sitio y aunque nos diversifiquemos construyendo un puzzle irresoluble y lleno de fricciones, todos llevamos en el interior la misma historia.

El diccionario jázaro hay que leerlo destrozando el ejemplar con anotaciones, a no ser que tengas una memoria descomunal. Pues así mismo os digo que habiendo leído el libro con la mayor de las atenciones de las que soy capaz (cierto es que la atención no es una de mis mejores virtudes) habré desentrañado a lo sumo un 30% de sus mensajes. Lo cual me resulta un reto interesantísimo.

Me tomo la libertad y trabajo forzado de transcribiros uno de los relatos que encontramos dentro del libro que me puso los pelos de punta y me maravilló: “la historia de Petkutin y Kalina” (pag.39)

>El hijo mayor de Kir Abrahán Brankovich, Grgur Brankovich, puso temprano la zapatilla en el estribo y desenvainço el sable forjado con excremento de camello. Su camisa de encajes, manchada de sangre, se enviaba en esa época de Diula, donde vivía Grgur con su madre, a Constantinopla para ser lavada y planchada bajo el control de su padre, a que secara bajo el viento perfumado del Bósforo, blanqueara en el sol griego y fuera devuelta con la primera caravana a Diula.
>El segundo hijo de Abrahán Brankovich, el menor, estaba acostado por esa época en algún lugar de Bachka detrás de una estufa multicolor con forma de iglesia y sufría. Decían que el diablo se había meado sobre él, por lo cual el niño se levantaba de noche, huía dela casa y se ponía a limpiar las calles. De noche recibía la visita de una bruja que le mordía los talones y le hacía fluir leche masculina de los pechos. En vano clavaban un tenedor en la puerta y con el pulgar cubierto de escupitajos entre sus dedos le hacían la señal de la cruz sobre el pecho. Por fin, una mujer aconsejó que se llevara a la cama un cuchillo mojado en vinagre, y que cuando la bruja le asaltase, le prometiera prestarle sal a la mañana siguiente y que luego la atacara con el cuchillo. El niño así lo hizo, y cuando la bruja se puso a chuparle el pecho, le ofreció prestarle sal, la apuñaló y oyó un grito de dolor en el que reconoció una voz que conocía desde hacía mucho. Tres días después llegó a Bachka, desde Diula, su madre, en la puerta pidió sal y cayó muerta. Hallaron sobre ella una herida de cuchillo y cuando lamieron la herida descubrió que sabía a vinagre... Desde entonces, debido al horror, el niño comenzó a estar cada vez más enfermo, empezó a caérsele el cabello y, con cada pelo que se le caía (como los médicos dijeron a Brankovich), el niño perdía un año de vida. Los cabellos caídos al niño se enviaban en sobres de yute a Brankovich y él los pegaba sobre un espejo donde estaba pintada la imagen del niño: de esta manera sabía cuántos años de vida le quedaban aún a su hijo.
Casi nadie, sin embargo, sabía que Kir Abrahán además de los dos hijos mencionados también tenía, por así decirlo, un ahijado en barro y le leyó el cuadragésimo salmo para ponerlo en movimiento e infundirle vida. Cuando en la lectura llegó el punto donde está escrito: “pacientemente esperé al Señor; y se inclinó hacia mí, y oyó mi clamor. Me hizo salir del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos…”, repicó tres veces la campana de la iglesia de Dalj, el joven se movió y dijo:
- A la primera campanada estaba en la India, a la segunda en Leipzig, y a la tercera entré en mi cuerpo…
Entonces Brankovich le ató un nudo de Salomón en los cabellos, le colgó de la trenza de la cuchara de madera de espino, le puso el nombre de Petkutin y por fin le dejó que se fuera por el mundo. En cuanto a él, se pasó alrededor del cuello una cuerda con una piedra y con esa cuerda al cuello un domingo escuchó de pie la liturgia.
Naturalmente (para que todo fuera igual que en los demás mortales), el padre tuvo que incorporar en el corazón de Petkutin también el mecanismo de la muerte. Ese embrión del final, esa muerte pequeña, y todavía menor de edad, en los primeros tiempos de mostró temerosa y un tanto estúpida, de apetito débil y casi raquítica. Pero ya en aquel entonces se alegraba al ver que Petkutin crecía rápidamente: de hecho crecía con tal velocidad que muy pronto sus mangas llegaron a ser tan grandes que en ellas podía volar un pájaro. La muerte, en Petkutin, en poco tiempo se hizo más rápida y más inteligente que él; advertía los peligros más que él y antes que él. Además, era como si la muerte tuviese una rival, pero de esto hablaremos más adelante. La muerte se volvió impaciente y celosa y trataba de atraer sobre ella la atención de Petkutin causándolo una comezón en la rodilla. Él se rascaba, la uña escribía letras sobre la piel y esas letras eran legibles. Así mantenían correspondencia. La muerte era particularmente intolerante con las enfermedades de Petkutin. El padre había tenido que proveer a Petkutin también con una enfermedad, para que se pareciera lo más posible a los seres vivos, pues para estos últimos las enfermedades son una especie de ojos. Brankovich ,sin embargo, hizo lo posible para que la enfermedad de Petkutin fuera lo más benigna y le asignó la fiebre del heno, la que se presenta con la primavera, cuando las hierbas maduran y las flores esparcen su polen al viento a lo largo de las aguas.
Brankovich instaló a Petkutin en su finca de Dalj, en una casa en la que las habitaciones estaban siempre llegas de galgos más veloces para matar que para comer. Una vez al mes los sirvientes peinaban las alformbras con largos peines de hierro y después tiraban largos manojos de pelos multicolores, similares a colas de perros. Las habitaciones en las ue vivía Petkutin cn el tiempo adquirían siempre los mismos e inconfundibles colores gracias a los cuales se podía reconocer inmediatamente la vivienda de Petkutin entre miles de otras. Las huellas y las manchas de grasa que él y su sudor dejaban en los picaportes de cristal, las almohadas, asientos y sillones, en las pipas, cuchillos y pies de las copas compnían un arco iries de colores que era una peculiaridad exclusivamente suya. Era algo parecido a un retrato, icono o firma. A veces Brankovich sorprendía a Petkutin en los espejos de la espaciosa casa, amurallado en un verde silencio. Le enseñaba cómo conciliar dentro de él el otoño, invierno, primavera y verano con el agua, tierra, fuego y viento que el hombre lleva también en sus entrañas. Este duro aprendizaje requirió mucho tiempo, se formaron callos en los pensamientos de Petkutin, los músculos de la memoria se le tensaron al máximo y Brankovich le enseño también a leer una página de un libro con el ojo izquierdo y otra con el derecho, a escribir con la mano derecha en serbio y con la izquierda en turco. Luego le enseñó la literatura y Petkutin empezó a reconocer en Pitágoras huellas de la Biblia. Sabía firmar con la misma velocidad con que cogía una mosca al vuelo.
En suma, creció un joven guapo y educado, y sólo de vez en cuando manifestaba signos apenas visibles de su diferencia. Por ejemplo, el lunes por la noche, podría tomar un día cualquiera del futuro y utilizarlo al día siguiente en lugar del martes. Cuando llegaba el día que había vivido por anticipado, lo sustituía por el martes saltado y de ese modo arreglaba el total. Ciertamente, en tales ocasiones las junturas entre los días no podían unirse de manera perfecta, pero eso sólo se advertía a Petkutin.
No ocurría lo mismo con su padre. Este dudaba constantemente de la perfección de su obra y cuando Petkutin tenía veitiún años, tomó la decisión de poner a prueba cuánto podía competir Petkutin en todo con los verdaderos seres humanos. Pensaba de esta manera: ha superado el juicio de los vivos, ahora debe superar también el de los muertos. Sólo en el caso de que hasta los muertes se engaén al ver a Petkutin, y lo consideren un auténtico hombre de carne y hueso que echa sal en las cosas antes de comerlas, la tentativa podrá considerarse lograda. Y cuando concluyó esa reflexión encontró una esposa para Petkutin.
Puesto que los nobles de Valaquia siempre llevan consigo un guardia personal, y un guardia del alma, Brankovich algunas veces hacía lo mismo. Entre los guardias del alma tenía a un tzintzar que afirmaba que en el mundo todo se había convertido en verdad. Este tenía una hija muy bella, que había tomado toda la belleza de su madre, de modo que después del parto ésta quedó fea para siempre. Cuando la niña cumplió diez años, la madre le enseñó, con sus manos en otros tiempos bellas, a hacer el pan, luego el padre la llamó, le dijo que el futuro no es agua, y murió. La niña lloró tanto por la muerte de su padre que las hormigas podían subir hasta su cara nadando en las lágrimas. Ahora era huérfana y Brankovich arregló un encuentro con Petkutin. Ella se llamaba Kalina, su sombra olía a canela y Petkutin supo que ella amaría al que hubiese comido cerezas silvestres en marzo. Esperó al mes de marzo, comió cerezas silvestres y luego invitó a Kalina a dar un paseo a lo largo del Danubio. En el momento de la despedida, ella se quitó el anillo del dedo y lo arrojó al río.

-Cuando a uno le sucede algo agradable –le explicó a Petkutin—tiene que sazonarse siempre con un detalle desagradable: así se recuerda mejor ese momento. Uno siempre recuerda por más tiempo las cosas desagradables que las agradables…

En pocas palabras, Petkutin le había gustado, ella le había gustado a Petkutin, y las bodas se celebraron ese mismo otoño con gran alegría. Los testigos, después de la fiesta, dijeron adiós y se despidieron con besos, pues no iban a verse durante meses: abrazados el uno al otro se fueron en peregrinaje a todas las casas donde se destilaba aguardiente de ciruelas, a emborracharse. Cuando llegó la primavera, finalmente lograron estar sobrios, miraron en derredor y después de la larga borrachera invernal volvieron a verse. Entonces llegaron a Dalj y asistieron, festejándola con disparos de fusil, a la partida de la joven pareja a la tradicional excursión de primavera. Es necesario decir que en Dajl los jóvenes esposos, para esta excursión de primavera, acostumbran ir hasta las antiguas ruinas en las afueras de la aldea, donde hay bellos asientos de piedra y oscuridad griega, que e más densa que cualquier otra oscuridad, así como el fuego griego es más luminoso que cualquier otro fuego. En esa dirección partieron Petkutin y Kalina. De lejos parecá que tiraban de la carroza dos caballos negros, pero cada vez que Petkutin estornudaba por el perfume de las flores o hacía restallar el látigo, de los caballos se elevaba una nube de moscas negras y entonces se veía que eran blancos. Pero esto, sin embargo, no molestaba ni a Petkutin ni a Kalina.

Su amor del invierno pasado se había hecho más profundo. Comían, una cada vez, con el mismo tenedor, y ella bebía el vino de la boca de él. Petkutin la acariciaba de modo que su alma crujía en el cuerpo, y ella le adoraba y le pedía que orinara dentro de ella. Les decía riendo a sus coetáneas que nada rasca tan bien como la barba de un hombre, larga de tres días, crecida mientras se hace el amor. Y muy seriamente pensaba para sí: “los momentos de mi ida mueran como moscas devoradas por los peces. ¿Cómo podría hacerlos nutritivos para su hambre?” Le rogaba que le mordiera la oreja y se la comiera, y para no interrumpier esta felicidad siempre evitaba cerrar detrás de él los cajones y las puertas de los armarios. Era de pocas palabras, había crecido en el silencio de las infinitas lecturas de su padre, siempre una misma oración en torno a la cual se aferraba siempre el mismo silencio. Incluso durante aquella excursión campestre se había creado una atmósfera similar, y seo le gustaba. Petkutin tenía las riendas de su carro alrededor del cuello y leía un libro, en cambio Kalina hablaba y a la vez jugaban a un juego. Si al hablar ella pronunciaba justo aquella palabra que él en el mismo memento leía, entonces se cambiaban los papeles y mientras ella comenzaba a leer, le tocaba a él adivinar. Así, cuando ella seáló con el dedo una oveja en el campo, y él dijo que precisamente en ese momento en el libro se hablaba de una oveja, ella apenas podía creerle y cogió el libro para verificarlo. Y, de hecho, en el libro estaba escrito:
<>

Puesto que había adivinado, le tocó a Kalina leer:<<>

* * *

Me encanta. Disfruté mucho leyendo esta escena del libro y espero que vosotros también. Siguiendo con el comentario del libro, en él encontramos frases cargadas de filosofía y poesía como esta:

Creo que es mi frase favorita del libro. ¿Acaso no es cierto que una de las informaciones más fieles a nuestro verdadero “yo” no está en nuestros miedos e inseguridades? Probablemente indagando en nuestros miedos encontraríamos más información sobre nosotros mismos que en cualquier otro lugar. Por esto es por lo que me parece un libro casi filosófico y al mismo tiempo poético por el adorno con el que está escrito.

Otra historia que refleja muy bien lo que creo que nos quiere transmitir Pavic es “la historia de la muerte de los hijos”. Este pasaje creo que es una fiel imagen del libro. Tal como lo ve Pavic todos seguimos vivos en nuestros hijos, multiplicándonos. Por lo tanto, un hombre muere tantas veces como hijos tiene (si es que sus hijos mueren antes que él):

La historia de la muerte de los hijos

La muerte del hijo siempre sirve de modelo a la muerte de los padres. Una madre pare para dar vida a su hijo, un hijo muere para dar forma a la muerte de su padre. Cuando el hijo muere antes que el padre, la muerte paterna queda huérfana, estará mutilada, sin modelo. Por eso nosotros, los demonios, morimos fácilmente, pues no tenemos descendientes. Y no se nos impone modelo alguno para la muerte. Así también los hombres sin hijos mueren fácilmente, porque todas sus acciones ante la eternidad sólo son un único apagarse y además… en un instante. En resumen, las futuras muertes de los hijos se reflejan como en un espejo en las muertes de los padres, como una ley con efecto retrógrado. La muerte es lo único que se hereda al revés, contra corriente del tiempo, pasa de los jóvenes a los viejos, del hijo al padre… los antepasados heredan la muerte de los descendientes, como una especia de nobleza. La célula hereditaria de la muerte, el escudo de la destrucción, va a contracorriente del tiempo, del futuro al pasado, y de este modo enlaza la muerte con el nacimiento, el tiempo con la eternidad, al Adán Ruhani consigo mismo. La muerte figura así entre los fenómenos de naturaleza familiar y hereditaria. Pero aquí no se trata de la herencia de las pestañas negras y de la varicela. Se trata del modo en que el individuo vive la muerte y no de la causa de ésta. El hombre muere por un sablazo, una enfermedad o de vejez, pero la sensación que tiene en ese momento es siempre algo completamente distinto. Nunca vive la suya, sino siempre una muerte ajena, y además, futura. La muerte, como decíamos, de sus hijos. Así transforma la muerte en un bien familiar común, si es que podemos decirlo así. Quien no tenga hijos tendrá sólo su propia muerte. Una sola. Y, por el contrario, quien tenga hijos no tendrá muerte propia, sino la de los hijos, multiplicada. Son tremendas las muertes de la gente con prole numerosa, porque se multiplican, ya que la vida y la muerte no necesariamente están en relación de uno a uno. Te voy a dar un ejemplo. En un convento Lázaro vivía hace muchos siglos un monje de nombre Muqadda al Safer. Rezaba a Dios de este modo: durante su larga vida transcurrida en el convento, donde junto a él había diez mil vírgenes, fecundó a todas esas monjas. Y tuvo otros tantos hijos. ¿Sabes de qué murió? Se tragó una abeja. ¿Y sabes cómo murió? Murió de diez mil maneras a la vez, tuvo una muerte multiplicada diez mil veces. Murió una vez por cada uno de sus hijos. No tuvieron que enterrarle. Sus muertes le despedazaron en partículas tan diminutas que de él no quedó nada salvo esta historia.

* * *


Así, muchas páginas atrás, fijaos en lo que siente Abrahán Brankovich al morir:

Era como si Brankovich no estuviese muriendo de la herida asestada con la lanza. Ni siquiera la sentía.

Sentía muchas más heridas, y el número de esas heridas se multiplicaba a gran velocidad. Le parecía estar en lo alto de una columna de piedra. Contaba. Era primavera y soplaba un viento que anudaba las ramas de los sauces, así, desde el Mures al Tisza y hasta el Danubio, todos los sauces llevaban trenzas. Su cuerpo era atravesado, pero la acción se desarrollaba al revés; con cada flecha sentía primero la herida, luego el pinchazo, luego el dolor cesaba, se oía un silbido en el aire y por último la cuerda del arco al ser soltada vibraba. Así muriendo contó las flechas desde la primera a la decimoséptima hasta que cayó de la columna y dejó de contar. Al caer chocó con algo duro, inmóvil y enorme. Pero no era la tierra. Era la muerte. Las heridas, con ese golpe, se extendieron por todas partes, así ninguna podía sentirse más que otra. Luego golpeó el suelo, muerto.

Pero luego en esa misma muerte moría de nuevo, aunque parecía que en ella no había lugar para otro dolor, por pequeño que fuese. Entre los golpes de las flechas moría otra vez, pero de una manera completamente distinta. Moría de una muerte inmadura de joven. Temía sólo no llegar a concluir a tiempo el enorme trabajo (porque morir es un trabajo agotador) y terminar en el mismo momento de la caída de la columna también esta otra muerte. Por eso estaba tenso y tenía prisa. Yacía en esa prisa inmóvil, extendido en la habitación, detrás de una estufa en forma de iglesia de juguete, con cúpulas rojas y doradas. En esta habitación, punzadas ardientes y heladas le acometían como si de su cuerpo se liberasen y luego rápidamente transcurriesen los años. El crepúsculo se extendía como la humedad, la habitación en la casa se ensombrecía de una manera distinta, y sólo las ventanas tenían todavía la carga de la última luz del día, apenas más clara que la oscuridad de la habitación. Alguien salió entonces del invisible patio y avanzó con una vela encendida, y como si el quicio de la puerta fuese un libro, al agitarse de la luz hojeó todas sus páginas. Luego entró. En ese momento algo brotó de él, Brankovich orinó todo su pasado y se quedó vacío. Y entonces, como si el agua vanzase y afuera la noche subiese de la tierra al cielo, se le cayeron de golpe todos los cabellos, como si alguien le hubiese quitado de la cabeza una gorra de pelo.

Entonces en el sueño de Cohen apareció la tercera muerte de Brankovich. Apenas perceptible, oculta por algo que parecía un pesado cúmulo de tiempo, como si muchos siglos separasen la primera muerte de Brankovich de la tercera, una muerte que Masudi, desde el lugar en que se hallaba, apenas llegaba a vislubrar. Masudi pensó que Brankovich estaba muriendo la muerte de su hijo adoptivo Petkutin, mas, como conocía la historia, pronto llegó a la conclusión de que no podía ser aquélla. Esta tercera muerte era breve y rápida. Brankovich yacía en una cama extraña y un hombre le ahogaba con la almohada. Durante este tiempo Brankovich tenía un único pensamiento fijo: deseaba alcanzar el huevo que se encontraba sobre la mesita al lado de la cama y romperlo.


* * *


A esto me refiero cuando digo que el libro hay que leerlo tomando notas y con mucha atención. A lo que se refiere esta muerte es a otra historia del todo inconexa, en el que el Doctor Suc muere intentando romper un huevo mágico que le podría ahorrar el trauma de la muerte. Probablemente el doctor Suc fuese una reencarnación de Brankovich y por eso vive su muerte. Todo el libro está lleno de estas conexiones y seguro que se nos escapan muchísimas.

También, por ejemplo, un demonio le dijo a Brankovich la frase que su padre estaba pensando en el momento de su muerte. Después, cuando Brankovich murió, su asesino dijo esa misma frase, de manera que el padre de Brankovich estaba viviendo la muerte de su hijo. Pero claro, nuestro amigo Pavic nos pone la historia del padre de Brankovich antes de saber lo que ocurrió con la muerte del propio Abrahán Brankovich. Así que si no recuerdas la frase ni te enteras de estos detalles que a mi me parecen apasionantes.

Todo este tipo de relaciones y detalles se esconden entre las letras y metáforas que nos vamos encontrando a lo largo del libro, lo que hace su lectura compleja pero muy interesante. Los personajes del libro son pocos, pero sus reencarnaciones hacen que se multipliquen y es fantástico darse cuenta de a qué personaje corresponde su respectiva reencarnación.

Como podéis ver, hablo con pasión del libro, porque me ha enamorado y puedo decir que es una de las mejores cosas que he leído. Espero animaros a alguno a leerlo o releerlo con otros ojos, en los días femeninos de la semana.

Jon