sábado, 1 de enero de 2011

Comentario sobre "El diccionario jázaro"

Buenas noches a todos. Feliz año nuevo. Espero que hayáis empezado el año estupendamente y que transcurra aún mejor. Y también espero veros más que los últimos meses.

Llevaba tiempo con una idea en mente. Se trataba de comentar el primer libro que leímos en profundidad: "El diccionario jázaro" que da nombre a nuestra tertulia.

El motivo de escribir ahora, después de tanto tiempo del libro, es que ha sido lo que más me ha gustado del año y puede que la década. Así que me he dado el capricho de hacer un comentario amplio del libro que os dejo aquí, como una nueva entrada del blog. Espero que alguno se anime a leerlo y lo disfrute.

Un abrazo a todos.

Comentario

Después de estar mirando este papel en blanco durante varios minutos, lo primero que pienso es: ¿Cómo me enfrento yo a comentar este monumental laberinto que es el Diccionario Jázaro? Me parece complicado. Sin embargo, el objetivo que me marco no es el de analizar correctamente la obra sino el de escribir un comentario que haga disfrutar al que lo lea y que, sobre todo, impulse a leer una obra que se ha convertido en una de los mejores textos que han pasado por mis manos. Espero por tanto, animaros a leer el libro pero advirtiéndoos (tal como lo hace el autor) de que hay que hacerlo con una especial atención.

Podría empezar resumiendo la historia que narra la novela, aunque esto sea algo así como ver la superficie del mar desde arriba: es bonita e imprescindible recipiente para que puedan vivir los maravillosos seres que hay bajo sus aguas, pero si no nos zambullimos y soportamos el frío, las corrientes y el mismo miedo a los animales marinos, nunca veremos lo que hay debajo –sin duda los más bello y misterioso–.

Pavic hace varias advertencias al lector:
– Aquí yace el lector que nunca abrirá este libro, aquí está muerto para siempre.
– El autor aconseja al lector que no tome en sus manos este libro sin un buen motivo. Y si es que llega a tocarlo, que eso sea en los días en que sienta que su inteligencia y cautela van más alla de lo acostumbrado, y que lea como ataca la fiebre terciana y cuartana, que se salta los días y se manifiesta solo los días femeninos de la semana.
– Cada uno de nosotros lleva de paseo delante de sí a su pensamiento como al mono atado con una cuerda. Al leer, siempre tiene dos monos: uno que es el suyo y otro ajeno, o lo que espeor, a un mono y a una hiena. Y a ver qué es lo que va a darle de comer a cada uno. Porque la hiena no como lo mismo que el mono.
– Quienquiera que abriera el libro pronto quedaba paralizado, clavado en su propio corazón como por un alfiler. El lector, en efecto, moría en la página nueve, en las palabras: Verbum caro factum est.
– Solamente aquel que sepa leer las partes de un libro en el orden correcto, puede crear de nuevo el mundo.

Con tales amenazas, uno empieza a leer algo atemorizado el libro, y creo que nada mejor que el miedo para aguzar los sentidos.

La historia que encontraremos en el libro es la siguiente: el soberano de los jázaros, tiene un sueño en el que un ángel le dice que sus intenciones son gratas a Dios pero que sus actos no. Para comprender el significado del sueño el soberano hace llamar a un representante cristiano (un monje), uno musulmán (un derviche) y otro judío (un rabino). El rey promete que él y su pueblo se convertirán a la religión del representante cuya interpretación del sueño le sea más satisfactoria.

El libro reúne toda la información que se ha conseguido recopilar sobre los jázaros y personajes alrededor de lo que tenga que ver con ellos. El argumento central es la polémica jázara, de la que cada religión se hizo eco a su manera. La polémica jázara es la discusión y argumentación de los representantes de las distintas religiones al interpretar el sueño del soberano.

Sin embargo, dentro de esta historia que hace de contenedor hay otras muchas, cada una con un tema y argumento. Algunos de estos relatos son simplemente magníficos y cargados de mensajes muy interesantes. El lector debe esforzarse por extraer sus significados y la relación con otros relatos del libro, y al conseguirlo experimenta el placer del que desentraña un acertijo.

No obstante, en mi opinión, el tema del libro es algo mucho más profundo. Una especie de filosofía de la vida y la muerte, y sus versiones de vigilia y sueño. El autor no entiende la vida como la de un individuo, sino como la de un todo, la vida universal. Fijaos en esta estupenda frase:

.

Si os fijáis bien, y cuando digo bien me refiero a “con una atención del carajo”, varios personajes del libro son reencarnaciones de los anteriores. Solo sus subconscientes guardan la información anterior. Y por supuesto, la forma de manifestación del subconsciente que conocemos es el sueño. El libro está lleno de sangre, y la sangre es el vehículo portador de la información genética universal que nos hace a todos ser uno, por haber partido del mismo ser. Y creo que esto es justo lo que nos trata de decir Pavic. Todos partimos del mismo sitio y aunque nos diversifiquemos construyendo un puzzle irresoluble y lleno de fricciones, todos llevamos en el interior la misma historia.

El diccionario jázaro hay que leerlo destrozando el ejemplar con anotaciones, a no ser que tengas una memoria descomunal. Pues así mismo os digo que habiendo leído el libro con la mayor de las atenciones de las que soy capaz (cierto es que la atención no es una de mis mejores virtudes) habré desentrañado a lo sumo un 30% de sus mensajes. Lo cual me resulta un reto interesantísimo.

Me tomo la libertad y trabajo forzado de transcribiros uno de los relatos que encontramos dentro del libro que me puso los pelos de punta y me maravilló: “la historia de Petkutin y Kalina” (pag.39)

>El hijo mayor de Kir Abrahán Brankovich, Grgur Brankovich, puso temprano la zapatilla en el estribo y desenvainço el sable forjado con excremento de camello. Su camisa de encajes, manchada de sangre, se enviaba en esa época de Diula, donde vivía Grgur con su madre, a Constantinopla para ser lavada y planchada bajo el control de su padre, a que secara bajo el viento perfumado del Bósforo, blanqueara en el sol griego y fuera devuelta con la primera caravana a Diula.
>El segundo hijo de Abrahán Brankovich, el menor, estaba acostado por esa época en algún lugar de Bachka detrás de una estufa multicolor con forma de iglesia y sufría. Decían que el diablo se había meado sobre él, por lo cual el niño se levantaba de noche, huía dela casa y se ponía a limpiar las calles. De noche recibía la visita de una bruja que le mordía los talones y le hacía fluir leche masculina de los pechos. En vano clavaban un tenedor en la puerta y con el pulgar cubierto de escupitajos entre sus dedos le hacían la señal de la cruz sobre el pecho. Por fin, una mujer aconsejó que se llevara a la cama un cuchillo mojado en vinagre, y que cuando la bruja le asaltase, le prometiera prestarle sal a la mañana siguiente y que luego la atacara con el cuchillo. El niño así lo hizo, y cuando la bruja se puso a chuparle el pecho, le ofreció prestarle sal, la apuñaló y oyó un grito de dolor en el que reconoció una voz que conocía desde hacía mucho. Tres días después llegó a Bachka, desde Diula, su madre, en la puerta pidió sal y cayó muerta. Hallaron sobre ella una herida de cuchillo y cuando lamieron la herida descubrió que sabía a vinagre... Desde entonces, debido al horror, el niño comenzó a estar cada vez más enfermo, empezó a caérsele el cabello y, con cada pelo que se le caía (como los médicos dijeron a Brankovich), el niño perdía un año de vida. Los cabellos caídos al niño se enviaban en sobres de yute a Brankovich y él los pegaba sobre un espejo donde estaba pintada la imagen del niño: de esta manera sabía cuántos años de vida le quedaban aún a su hijo.
Casi nadie, sin embargo, sabía que Kir Abrahán además de los dos hijos mencionados también tenía, por así decirlo, un ahijado en barro y le leyó el cuadragésimo salmo para ponerlo en movimiento e infundirle vida. Cuando en la lectura llegó el punto donde está escrito: “pacientemente esperé al Señor; y se inclinó hacia mí, y oyó mi clamor. Me hizo salir del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos…”, repicó tres veces la campana de la iglesia de Dalj, el joven se movió y dijo:
- A la primera campanada estaba en la India, a la segunda en Leipzig, y a la tercera entré en mi cuerpo…
Entonces Brankovich le ató un nudo de Salomón en los cabellos, le colgó de la trenza de la cuchara de madera de espino, le puso el nombre de Petkutin y por fin le dejó que se fuera por el mundo. En cuanto a él, se pasó alrededor del cuello una cuerda con una piedra y con esa cuerda al cuello un domingo escuchó de pie la liturgia.
Naturalmente (para que todo fuera igual que en los demás mortales), el padre tuvo que incorporar en el corazón de Petkutin también el mecanismo de la muerte. Ese embrión del final, esa muerte pequeña, y todavía menor de edad, en los primeros tiempos de mostró temerosa y un tanto estúpida, de apetito débil y casi raquítica. Pero ya en aquel entonces se alegraba al ver que Petkutin crecía rápidamente: de hecho crecía con tal velocidad que muy pronto sus mangas llegaron a ser tan grandes que en ellas podía volar un pájaro. La muerte, en Petkutin, en poco tiempo se hizo más rápida y más inteligente que él; advertía los peligros más que él y antes que él. Además, era como si la muerte tuviese una rival, pero de esto hablaremos más adelante. La muerte se volvió impaciente y celosa y trataba de atraer sobre ella la atención de Petkutin causándolo una comezón en la rodilla. Él se rascaba, la uña escribía letras sobre la piel y esas letras eran legibles. Así mantenían correspondencia. La muerte era particularmente intolerante con las enfermedades de Petkutin. El padre había tenido que proveer a Petkutin también con una enfermedad, para que se pareciera lo más posible a los seres vivos, pues para estos últimos las enfermedades son una especie de ojos. Brankovich ,sin embargo, hizo lo posible para que la enfermedad de Petkutin fuera lo más benigna y le asignó la fiebre del heno, la que se presenta con la primavera, cuando las hierbas maduran y las flores esparcen su polen al viento a lo largo de las aguas.
Brankovich instaló a Petkutin en su finca de Dalj, en una casa en la que las habitaciones estaban siempre llegas de galgos más veloces para matar que para comer. Una vez al mes los sirvientes peinaban las alformbras con largos peines de hierro y después tiraban largos manojos de pelos multicolores, similares a colas de perros. Las habitaciones en las ue vivía Petkutin cn el tiempo adquirían siempre los mismos e inconfundibles colores gracias a los cuales se podía reconocer inmediatamente la vivienda de Petkutin entre miles de otras. Las huellas y las manchas de grasa que él y su sudor dejaban en los picaportes de cristal, las almohadas, asientos y sillones, en las pipas, cuchillos y pies de las copas compnían un arco iries de colores que era una peculiaridad exclusivamente suya. Era algo parecido a un retrato, icono o firma. A veces Brankovich sorprendía a Petkutin en los espejos de la espaciosa casa, amurallado en un verde silencio. Le enseñaba cómo conciliar dentro de él el otoño, invierno, primavera y verano con el agua, tierra, fuego y viento que el hombre lleva también en sus entrañas. Este duro aprendizaje requirió mucho tiempo, se formaron callos en los pensamientos de Petkutin, los músculos de la memoria se le tensaron al máximo y Brankovich le enseño también a leer una página de un libro con el ojo izquierdo y otra con el derecho, a escribir con la mano derecha en serbio y con la izquierda en turco. Luego le enseñó la literatura y Petkutin empezó a reconocer en Pitágoras huellas de la Biblia. Sabía firmar con la misma velocidad con que cogía una mosca al vuelo.
En suma, creció un joven guapo y educado, y sólo de vez en cuando manifestaba signos apenas visibles de su diferencia. Por ejemplo, el lunes por la noche, podría tomar un día cualquiera del futuro y utilizarlo al día siguiente en lugar del martes. Cuando llegaba el día que había vivido por anticipado, lo sustituía por el martes saltado y de ese modo arreglaba el total. Ciertamente, en tales ocasiones las junturas entre los días no podían unirse de manera perfecta, pero eso sólo se advertía a Petkutin.
No ocurría lo mismo con su padre. Este dudaba constantemente de la perfección de su obra y cuando Petkutin tenía veitiún años, tomó la decisión de poner a prueba cuánto podía competir Petkutin en todo con los verdaderos seres humanos. Pensaba de esta manera: ha superado el juicio de los vivos, ahora debe superar también el de los muertos. Sólo en el caso de que hasta los muertes se engaén al ver a Petkutin, y lo consideren un auténtico hombre de carne y hueso que echa sal en las cosas antes de comerlas, la tentativa podrá considerarse lograda. Y cuando concluyó esa reflexión encontró una esposa para Petkutin.
Puesto que los nobles de Valaquia siempre llevan consigo un guardia personal, y un guardia del alma, Brankovich algunas veces hacía lo mismo. Entre los guardias del alma tenía a un tzintzar que afirmaba que en el mundo todo se había convertido en verdad. Este tenía una hija muy bella, que había tomado toda la belleza de su madre, de modo que después del parto ésta quedó fea para siempre. Cuando la niña cumplió diez años, la madre le enseñó, con sus manos en otros tiempos bellas, a hacer el pan, luego el padre la llamó, le dijo que el futuro no es agua, y murió. La niña lloró tanto por la muerte de su padre que las hormigas podían subir hasta su cara nadando en las lágrimas. Ahora era huérfana y Brankovich arregló un encuentro con Petkutin. Ella se llamaba Kalina, su sombra olía a canela y Petkutin supo que ella amaría al que hubiese comido cerezas silvestres en marzo. Esperó al mes de marzo, comió cerezas silvestres y luego invitó a Kalina a dar un paseo a lo largo del Danubio. En el momento de la despedida, ella se quitó el anillo del dedo y lo arrojó al río.

-Cuando a uno le sucede algo agradable –le explicó a Petkutin—tiene que sazonarse siempre con un detalle desagradable: así se recuerda mejor ese momento. Uno siempre recuerda por más tiempo las cosas desagradables que las agradables…

En pocas palabras, Petkutin le había gustado, ella le había gustado a Petkutin, y las bodas se celebraron ese mismo otoño con gran alegría. Los testigos, después de la fiesta, dijeron adiós y se despidieron con besos, pues no iban a verse durante meses: abrazados el uno al otro se fueron en peregrinaje a todas las casas donde se destilaba aguardiente de ciruelas, a emborracharse. Cuando llegó la primavera, finalmente lograron estar sobrios, miraron en derredor y después de la larga borrachera invernal volvieron a verse. Entonces llegaron a Dalj y asistieron, festejándola con disparos de fusil, a la partida de la joven pareja a la tradicional excursión de primavera. Es necesario decir que en Dajl los jóvenes esposos, para esta excursión de primavera, acostumbran ir hasta las antiguas ruinas en las afueras de la aldea, donde hay bellos asientos de piedra y oscuridad griega, que e más densa que cualquier otra oscuridad, así como el fuego griego es más luminoso que cualquier otro fuego. En esa dirección partieron Petkutin y Kalina. De lejos parecá que tiraban de la carroza dos caballos negros, pero cada vez que Petkutin estornudaba por el perfume de las flores o hacía restallar el látigo, de los caballos se elevaba una nube de moscas negras y entonces se veía que eran blancos. Pero esto, sin embargo, no molestaba ni a Petkutin ni a Kalina.

Su amor del invierno pasado se había hecho más profundo. Comían, una cada vez, con el mismo tenedor, y ella bebía el vino de la boca de él. Petkutin la acariciaba de modo que su alma crujía en el cuerpo, y ella le adoraba y le pedía que orinara dentro de ella. Les decía riendo a sus coetáneas que nada rasca tan bien como la barba de un hombre, larga de tres días, crecida mientras se hace el amor. Y muy seriamente pensaba para sí: “los momentos de mi ida mueran como moscas devoradas por los peces. ¿Cómo podría hacerlos nutritivos para su hambre?” Le rogaba que le mordiera la oreja y se la comiera, y para no interrumpier esta felicidad siempre evitaba cerrar detrás de él los cajones y las puertas de los armarios. Era de pocas palabras, había crecido en el silencio de las infinitas lecturas de su padre, siempre una misma oración en torno a la cual se aferraba siempre el mismo silencio. Incluso durante aquella excursión campestre se había creado una atmósfera similar, y seo le gustaba. Petkutin tenía las riendas de su carro alrededor del cuello y leía un libro, en cambio Kalina hablaba y a la vez jugaban a un juego. Si al hablar ella pronunciaba justo aquella palabra que él en el mismo memento leía, entonces se cambiaban los papeles y mientras ella comenzaba a leer, le tocaba a él adivinar. Así, cuando ella seáló con el dedo una oveja en el campo, y él dijo que precisamente en ese momento en el libro se hablaba de una oveja, ella apenas podía creerle y cogió el libro para verificarlo. Y, de hecho, en el libro estaba escrito:
<>

Puesto que había adivinado, le tocó a Kalina leer:<<>

* * *

Me encanta. Disfruté mucho leyendo esta escena del libro y espero que vosotros también. Siguiendo con el comentario del libro, en él encontramos frases cargadas de filosofía y poesía como esta:

Creo que es mi frase favorita del libro. ¿Acaso no es cierto que una de las informaciones más fieles a nuestro verdadero “yo” no está en nuestros miedos e inseguridades? Probablemente indagando en nuestros miedos encontraríamos más información sobre nosotros mismos que en cualquier otro lugar. Por esto es por lo que me parece un libro casi filosófico y al mismo tiempo poético por el adorno con el que está escrito.

Otra historia que refleja muy bien lo que creo que nos quiere transmitir Pavic es “la historia de la muerte de los hijos”. Este pasaje creo que es una fiel imagen del libro. Tal como lo ve Pavic todos seguimos vivos en nuestros hijos, multiplicándonos. Por lo tanto, un hombre muere tantas veces como hijos tiene (si es que sus hijos mueren antes que él):

La historia de la muerte de los hijos

La muerte del hijo siempre sirve de modelo a la muerte de los padres. Una madre pare para dar vida a su hijo, un hijo muere para dar forma a la muerte de su padre. Cuando el hijo muere antes que el padre, la muerte paterna queda huérfana, estará mutilada, sin modelo. Por eso nosotros, los demonios, morimos fácilmente, pues no tenemos descendientes. Y no se nos impone modelo alguno para la muerte. Así también los hombres sin hijos mueren fácilmente, porque todas sus acciones ante la eternidad sólo son un único apagarse y además… en un instante. En resumen, las futuras muertes de los hijos se reflejan como en un espejo en las muertes de los padres, como una ley con efecto retrógrado. La muerte es lo único que se hereda al revés, contra corriente del tiempo, pasa de los jóvenes a los viejos, del hijo al padre… los antepasados heredan la muerte de los descendientes, como una especia de nobleza. La célula hereditaria de la muerte, el escudo de la destrucción, va a contracorriente del tiempo, del futuro al pasado, y de este modo enlaza la muerte con el nacimiento, el tiempo con la eternidad, al Adán Ruhani consigo mismo. La muerte figura así entre los fenómenos de naturaleza familiar y hereditaria. Pero aquí no se trata de la herencia de las pestañas negras y de la varicela. Se trata del modo en que el individuo vive la muerte y no de la causa de ésta. El hombre muere por un sablazo, una enfermedad o de vejez, pero la sensación que tiene en ese momento es siempre algo completamente distinto. Nunca vive la suya, sino siempre una muerte ajena, y además, futura. La muerte, como decíamos, de sus hijos. Así transforma la muerte en un bien familiar común, si es que podemos decirlo así. Quien no tenga hijos tendrá sólo su propia muerte. Una sola. Y, por el contrario, quien tenga hijos no tendrá muerte propia, sino la de los hijos, multiplicada. Son tremendas las muertes de la gente con prole numerosa, porque se multiplican, ya que la vida y la muerte no necesariamente están en relación de uno a uno. Te voy a dar un ejemplo. En un convento Lázaro vivía hace muchos siglos un monje de nombre Muqadda al Safer. Rezaba a Dios de este modo: durante su larga vida transcurrida en el convento, donde junto a él había diez mil vírgenes, fecundó a todas esas monjas. Y tuvo otros tantos hijos. ¿Sabes de qué murió? Se tragó una abeja. ¿Y sabes cómo murió? Murió de diez mil maneras a la vez, tuvo una muerte multiplicada diez mil veces. Murió una vez por cada uno de sus hijos. No tuvieron que enterrarle. Sus muertes le despedazaron en partículas tan diminutas que de él no quedó nada salvo esta historia.

* * *


Así, muchas páginas atrás, fijaos en lo que siente Abrahán Brankovich al morir:

Era como si Brankovich no estuviese muriendo de la herida asestada con la lanza. Ni siquiera la sentía.

Sentía muchas más heridas, y el número de esas heridas se multiplicaba a gran velocidad. Le parecía estar en lo alto de una columna de piedra. Contaba. Era primavera y soplaba un viento que anudaba las ramas de los sauces, así, desde el Mures al Tisza y hasta el Danubio, todos los sauces llevaban trenzas. Su cuerpo era atravesado, pero la acción se desarrollaba al revés; con cada flecha sentía primero la herida, luego el pinchazo, luego el dolor cesaba, se oía un silbido en el aire y por último la cuerda del arco al ser soltada vibraba. Así muriendo contó las flechas desde la primera a la decimoséptima hasta que cayó de la columna y dejó de contar. Al caer chocó con algo duro, inmóvil y enorme. Pero no era la tierra. Era la muerte. Las heridas, con ese golpe, se extendieron por todas partes, así ninguna podía sentirse más que otra. Luego golpeó el suelo, muerto.

Pero luego en esa misma muerte moría de nuevo, aunque parecía que en ella no había lugar para otro dolor, por pequeño que fuese. Entre los golpes de las flechas moría otra vez, pero de una manera completamente distinta. Moría de una muerte inmadura de joven. Temía sólo no llegar a concluir a tiempo el enorme trabajo (porque morir es un trabajo agotador) y terminar en el mismo momento de la caída de la columna también esta otra muerte. Por eso estaba tenso y tenía prisa. Yacía en esa prisa inmóvil, extendido en la habitación, detrás de una estufa en forma de iglesia de juguete, con cúpulas rojas y doradas. En esta habitación, punzadas ardientes y heladas le acometían como si de su cuerpo se liberasen y luego rápidamente transcurriesen los años. El crepúsculo se extendía como la humedad, la habitación en la casa se ensombrecía de una manera distinta, y sólo las ventanas tenían todavía la carga de la última luz del día, apenas más clara que la oscuridad de la habitación. Alguien salió entonces del invisible patio y avanzó con una vela encendida, y como si el quicio de la puerta fuese un libro, al agitarse de la luz hojeó todas sus páginas. Luego entró. En ese momento algo brotó de él, Brankovich orinó todo su pasado y se quedó vacío. Y entonces, como si el agua vanzase y afuera la noche subiese de la tierra al cielo, se le cayeron de golpe todos los cabellos, como si alguien le hubiese quitado de la cabeza una gorra de pelo.

Entonces en el sueño de Cohen apareció la tercera muerte de Brankovich. Apenas perceptible, oculta por algo que parecía un pesado cúmulo de tiempo, como si muchos siglos separasen la primera muerte de Brankovich de la tercera, una muerte que Masudi, desde el lugar en que se hallaba, apenas llegaba a vislubrar. Masudi pensó que Brankovich estaba muriendo la muerte de su hijo adoptivo Petkutin, mas, como conocía la historia, pronto llegó a la conclusión de que no podía ser aquélla. Esta tercera muerte era breve y rápida. Brankovich yacía en una cama extraña y un hombre le ahogaba con la almohada. Durante este tiempo Brankovich tenía un único pensamiento fijo: deseaba alcanzar el huevo que se encontraba sobre la mesita al lado de la cama y romperlo.


* * *


A esto me refiero cuando digo que el libro hay que leerlo tomando notas y con mucha atención. A lo que se refiere esta muerte es a otra historia del todo inconexa, en el que el Doctor Suc muere intentando romper un huevo mágico que le podría ahorrar el trauma de la muerte. Probablemente el doctor Suc fuese una reencarnación de Brankovich y por eso vive su muerte. Todo el libro está lleno de estas conexiones y seguro que se nos escapan muchísimas.

También, por ejemplo, un demonio le dijo a Brankovich la frase que su padre estaba pensando en el momento de su muerte. Después, cuando Brankovich murió, su asesino dijo esa misma frase, de manera que el padre de Brankovich estaba viviendo la muerte de su hijo. Pero claro, nuestro amigo Pavic nos pone la historia del padre de Brankovich antes de saber lo que ocurrió con la muerte del propio Abrahán Brankovich. Así que si no recuerdas la frase ni te enteras de estos detalles que a mi me parecen apasionantes.

Todo este tipo de relaciones y detalles se esconden entre las letras y metáforas que nos vamos encontrando a lo largo del libro, lo que hace su lectura compleja pero muy interesante. Los personajes del libro son pocos, pero sus reencarnaciones hacen que se multipliquen y es fantástico darse cuenta de a qué personaje corresponde su respectiva reencarnación.

Como podéis ver, hablo con pasión del libro, porque me ha enamorado y puedo decir que es una de las mejores cosas que he leído. Espero animaros a alguno a leerlo o releerlo con otros ojos, en los días femeninos de la semana.

Jon

lunes, 13 de diciembre de 2010

"La cena" y nuestra amada tertulia - Fin del primer año

Una noche más nos reunimos Vivky, Joaquín, Susana, Cristina, Paloma y servidor. En la librería Fuentetaja hacía bastante calor, y el vino ayudó reforzar esta sensación.

Durante la cena se comentó que el libro de Herman Koch, "La Cena" no había dejado a nadie indiferente. Joaquín comentó que le parecía un libro "piscinero" jejeje de estos que se pueden leer de una sentada en la piscina, Susana comentó que, si bien al principio le había gustado el libro, luego la estructura, el desarrollo de los personajes, y el desenlace le habían defraudado. Se comentó también que había gustado el libro, en especial el debate que suscita entorno a la sociedad actual, la "deshumanización" en ña que se encuentra la sociedad actual y sus consecuencia.

Curiosamente el autor, que vive en Barcelona, se había inspirado en un hecho real de unos muchachos que quemaron un cajero con un inmigrante dentro. En general el debate fue yendo hacia la parte moral que suscita, e incluso se mencionó Vargas Llosa y su maravilloso discurso en la recogida del premio nobel. Susana comentó que lo publicaría en el blog.

Al final de la cena comentamos, como cierre del año, la cantidad de buenos momentos que habíamos pasado juntos, lo que nos gusta y aporta la tertulia: los nuevos libros que vamos descubriendo, las formas y claves tan distintas de cada uno de entender el mismo libro y que nos enriquecen, el placer de pasar un buen rato disfrutando del amor a la literatura entre amigos, e incluso la excusa de tener un agradable compromiso cada mes entre caras conocidas.

Se comentó la posibilidad de ampliar el grupo a "savia nueva" para el año que viene, y se echo de menos a los que se hayaban ausentes por el motivo que fuera.

Los libros que se mencionaron fueron:
* El sueño del Celta, de Vargas Llosa. Libro elegido para comentar en la próxima tertulia.
* Carta a D, de Andr´r Gorz
* Que el vasto mundo siga girando, Colum McCann
* El menor espectáculo del mundo, de Félix J. Palma
* La casa de la familia xxxx, de Cristina Barrios
* Pantaleón y las visitadoras de Vargas Llosa
* Olvidado Rey Vodoo, de Ana María Matute
* Los invitados al jardín, de Antonio Gala
* Las travesuras de una niña mala, de Llosa
* Los miserables, de Victor Hugo
Otros títulos:
* Ojos de agua, de Domingo Villar
* La playa de los ahogados, de D. Villar


Se propone el 14 de enero la próxima tertulia en casa de Susana. ¡Que disfrutéis del libro y feliz navidad y mejor año nuevo!

Hugo.

Elogio de la lectura y la ficción. Discurso de Mario Vargas Llosa en la entrega del Nobel

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad.
Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
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De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
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Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estracto del discurso de D. Mario Vargads Llosa. Podeis consultar el discurso completo en
http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/1144/Elogio

jueves, 11 de noviembre de 2010

ENTRE VILA MATAS Y JAMES JOYCE

Ya estábamos pensando en comunicar que cancelábamos la convocatoria, cuando llamé a Hugo. De la persuasiva conversación que mantuve con él, resultó que a la hora en punto, nos encontrábamos todos en casa de Teresa.

Esta vez, nos reunimos pocos, muy pocos. Se habían confabulado en contra de la cita demasiadas circunstancias, aniversarios, guardias, virus, horarios imposibles, correos que no llegan.
Por lo que pude comprobar, Dublineses, el libro de relatos de James Joyce, no resultó de fácil lectura, al menos para los que allí estaban.
Me sorprendió, porque yo lo había disfrutado mucho. ¿ Cómo era posible que ni Cristina ni Teresa lo hubiesen logrado terminar ? En el ejemplar de Hugo, yacía un marcapáginas muy original, colocado muy cerca de las últimas páginas. Era como un palito de madera rematado con un círculo en papel, o algo parecido. Me recordó a una señal de tráfico, un stop erguido, imponente, con todo su significado.
No hubo controversia. Tampoco se esgrimieron argumentos que apoyasen significativamente ninguno de los cuentos. No tuvimos ocasión de escuchar profundas impresiones. Como aportación, mientras cenábamos, intenté repasar en alto el prólogo de Vargas Llosa que incluye la versión de mi libro. Comienza así: ‘La buena literatura impregna a ciertas ciudades de una pátina de mitología y de imágenes más resistente al paso de los años que su arquitectura y su historia…’

Había comprado el libro muy poco tiempo antes en la cuesta de Moyano. Un libro precioso, con fotos de la época, dibujos del autor, su interesante biografía… Me cautivaron las palabras con las que D. Mario (que aún no era premio Nobel) incitaba a su lectura. Lo compré con el aval de quien lo prologaba. También en relación a Vila Matas, quien rinde culto a los cuentos de Joyce en su última novela, Dublinesca. Jamás pensé que lo propondría para la tertulia, se me ocurrió sobre la marcha, cuando Paloma apostó por 'Dublinesca' de Vila Matas. En ese momento pensé en la cuesta de Moyano, en mi libro viejo, en el prólogo de Vargas Llosa, la conexión entre estos dos genios.
Aún mantengo el interés por unir estas dos obras escritas sobre Dublín en tiempos tan distantes y con visiones del mundo tan dispares...

Concluímos con la elección del libro propuesto por Hugo, con el total de los votos.

La cena de Herman Koch. Editorial Salamandra.

El día elegido : Viernes 10 de Diciembre.
Susana

lunes, 4 de octubre de 2010

De tertulia literaria a reunión de amigos

Echamos en falta la presencia de nuestros amigos canarios, de Hugo y de Miguel Angel...



Domingo 3 de octubre. Llueve. En el suelo del salón, permanecen olvidados los apuntes que Vicky trajo a la tertulia. Los rescato y me pongo a escribir la reseña. Quedan por la casa más resquicios de la noche, alguna copa, las sillas desordenadas, la tele pegada a la pared porque apenas cabíamos.

Fue una noche desbocada y saturada de risas. Muy divertida.

Las primeras en llegar, las chicas, casi todas, excepto Mónica que se une unos minutos más tarde. Creo recordar que cuando llega Sergio, ya estaba Fede. Intuyo que tanto galimatías consigue intimidar al primero. Falta Joaquín, pienso, y, mientras le esperamos seguimos con una charla hecha a borbotones.

Mientras las bandejas se suceden, tengo la sensación de que me pierdo cosas de tanto ir y venir a la cocina.

Pasado un rato, llega Joaquín y su presencia vertebra un poco la reunión, pero no consigue reconducirla del todo. Son muchas ideas queriendo abrirse paso, muchas manos que se agitan.

No imaginaba yo, que un libro que ha gustado a todos tanto, generaría un debate tan profundo.

Vuelvo a mirar las notas impresas de Vicky, subrayadas con colores que se mezclan con breves apuntes a mano, letra menudita de araña, como la que utilizó Irene en sus cuadernos borroneados. Me vienen a la cabeza reflexiones que surgieron en la noche: doble huída (Vicky), valores que se desmotan (Teresa), instinto de supervivencia (Beatriz), guerra de personas, desaparecidos...
Nos debatimos entre grandes y contrapuestos conceptos como bondad y maldad. No logramos decantarnos por ninguno de ellos de una manera concisa, congruente.

O eso me parece.

En un bello cuento Félix J. Palma sí lo hace. En este cuento, un padre regresa al parque para buscar la muñeca que ha dejado olvidada su hija. Antes de llegar ya sabía que no la encontraría:
‘No vivimos en el universo apacible y sensato en el que las muñecas olvidadas siempre permanecen en el sitio en el que las dejamos, sino en el universo vecino, ese reino feroz presidido por las guerras, la crueldad y la incertidumbre, donde las huérfanas enseguida desaparecen, tal vez porque, sin saberlo, con nuestros olvidos vamos completando el ajuar del que disfrutaremos en el otro mundo’.

Joaquín esboza una interesante teoría sobre los personajes, que en su opinión, en el libro se presentan a través de estereotipos. Estoy de acuerdo con él. Sin embargo también lo estoy con lo que opina Fede cuando resalta que, personajes así, los encuentras en la vida.
Y una vez superado el estallido, las palabras estrepitosas, el bullicio, Joaquín, en su afán de estructurar las cosas, nos insta a que votemos.

De nuevo el desastre, melenas que se mueven, risas que fluyen libres, generosas.
Como resultado a todo este disloque, y con la ayuda de Cristina y su artefacto mágico, consigo recopilar en una pobre cuartilla, lo siguientes títulos:

- American Psycho. Autor: Bret Easton Ellis.
- La Ofensa. Autor: Ricardo Menéndez Salmón.
- Sueñan los androides con ovejas eléctricas. Autor: Philip K. Dick.
- Crónicas Marcianas. Autor: Ray Bradbury.
- La hija de Robert Poste. Autor: Stella Gibbons
- El tiempo entre costuras. Autor: María Dueñas
- Asesinos sin rostros. Autor: Henning Mankel.
- Dublinesca Autor: Vila Matas
- Sé lo que estás pensando. Autor: John Verdon.
- El desencuentro. Autor: Fernando Schwartz.

El libro elegido:
- Dublineses. Autor: James Joyce.

Quince relatos que son una representación, en ocasiones satírica, de las clases media y baja irlandesas en el Dublín de los primeros años del siglo XX.
Como habréis podido comprobar en vuestros correos, Fede ya nos lo ha conseguido en PDF.

Gracias a todos
Con cariño, Susana

martes, 28 de septiembre de 2010

Bajo el oprobio - Mario Vargas Llosa -

Os transcribo el artículo de Mario Vargas Llosa sobre el libro. Para ir calentando motores...

En su conmovedora novela 'Suite francesa', Irène Némirovsky retrató de forma persuasiva, lúcida y sentida los alcances de la barbarie nazi para los seres comunes y corrientes.

Irène Némirovsky conoció el mal, es decir el odio y la estupidez, desde la cuna, a través de su madre, belleza frívola a la que la hija recordaba que los seres humanos envejecen y se afean; por eso, la detestó y mantuvo siempre a una distancia profiláctica. El padre era un banquero que viajaba mucho y al que la niña veía rara vez. Nacida en 1903, en Kiev, Irène se volcó en los estudios y llegó a dominar siete idiomas, sobre todo el francés, en el que más tarde escribiría sus libros. Pese a su fortuna, la familia, por ser judía se vio hostigada ya en Rusia en el tiempo de los zares, donde el antisemitismo campeaba. Luego, al triunfar la revolución bolchevique, fue expropiada y debió huir, a Finlandia y Suecia primero y, finalmente, a Francia, donde se instaló en 1920. También allí el antisemitismo hacía de las suyas y, pese a sus múltiples empeños, ni Irène ni su marido, Michel Epstein, banquero como su suegro, pudieron obtener la nacionalidad francesa. Su condición de parias sellaría su ruina durante la ocupación alemana.

Tenía al Tolstói de 'Guerra y paz' como modelo cuando escribía su conmovedora novela.

La escritora murió gaseada en el campo de exterminio de Auschwitz, Polonia
En los años veinte, las novelas de Irène Némirovsky tuvieron éxito, sobre todo, David Golder, llevada al cine por Julien Duvivier, le dieron prestigio literario y fueron elogiadas incluso por antisemitas notorios, como Robert Brasillach, futuro colaboracionista de los nazis ejecutado a la Liberación. No eran casuales estos últimos elogios. En sus novelas, principalmente en David Golder, la autora recogía a menudo los estereotipos del racismo antijudío, como su supuesta avidez por el dinero y su resistencia a integrarse en las sociedades de las que formaban parte. Aunque Irène rechazó siempre las acusaciones de ser un típico caso del "judío que odia a los judíos", lo cierto es que hubo en ella un malestar y, a ratos, una rabia visceral por no poder llevar una vida normal, por verse siempre catalogada como un ser "otro", debido al antisemitismo, una de las taras más abominables de la civilización occidental. Eso explica, sin duda, que colaborara en revistas como Candide y Gringoire, fanáticamente antisemitas. Irène y Michel Epstein comprobaron en carne propia que no era fácil para una familia judía "integrarse" en una sociedad corroída por el virus racista. Su conversión al catolicismo en 1939, religión en la que fueron bautizadas también las dos hijas de la pareja, Denise y Elizabeth, no les sirvió de nada cuando llegaron los nazis y dictaron las primeras medidas de "arianización" de Francia, a las que el Gobierno de Vichy, presidido por el mariscal Pétain, prestó diligente apoyo.

Irène y Michel fueron expropiados de sus bienes y expulsados de sus trabajos. Ella sólo pudo publicar a partir de entonces con seudónimo, gracias a la complicidad de su editorial (Albin Michel). Como carecían de la nacionalidad francesa debieron permanecer en la zona ocupada, registrarse como judíos y llevar cosida en la ropa la estrella amarilla de David. Se retiraron de París al pueblo de Issy-l'Évêque, donde pasarían los dos últimos años de su vida, soportando las peores humillaciones y viviendo en la inseguridad y el miedo. El 13 de julio de 1942 los gendarmes franceses arrestaron a Irène. La enviaron primero a un campo de concentración en Pithiviers, y luego a Auschwitz, donde fue gaseada y exterminada. La misma suerte correría su esposo, pocos meses después.
Las dos pequeñas, Denise y Elizabeth, se salvaron de milagro de perecer como sus padres. Sobrevivieron gracias a una antigua niñera, que, escondiéndolas en establos, conventos, refugios de pastores y casas de amigos, consiguió eludir a la gendarmería que persiguió a las niñas por toda Francia durante años. La monstruosa abuela, que vivía como una rica cocotte, rodeada de gigolós, en Niza, se negó a recibir a las nietas y, a través de la puerta, les gritó: "¡Si se han quedado huérfanas, lárguense a un hospicio!". En su peregrinar, las niñas arrastraban una maleta con recuerdos y cosas personales de la madre. Entre ellas había unos cuadernos borroneados con letra menudita, de araña. Ni Denise ni Elizabeth se animaron a leerlos, pensando que ese diario o memoria final de su progenitora, sería demasiado desgarrador para las hijas. Cuando se animaron por fin a hacerlo, 60 años más tarde, descubrieron que era una novela: Suite francesa.

No una novela cualquiera: una obra maestra, uno de los testimonios más extraordinarios que haya producido la literatura del siglo XX sobre la bestialidad y la barbarie de los seres humanos, y, también, sobre los desastres de la guerra y las pequeñeces, vilezas, ternuras y grandezas que esa experiencia cataclísmica produce en quienes los padecen y viven bajo el oprobio cotidiano de la servidumbre y el miedo. Acabo de terminar de leerla y escribo estas líneas todavía sobrecogido por esa inmersión en el horror que es al mismo tiempo -manes de la gran literatura- una proeza artística de primer orden, un libro de admirable arquitectura y soberbia elegancia, sin sentimentalismo ni truculencia, sereno, frío, inteligente, que hechiza y revuelve las tripas, que hace gozar, da miedo y obliga a pensar.

Irène Némirovsky debió ser una mujer fuera de lo común. Resulta difícil concebir que alguien que vivía a salto de mata, consciente de que en cualquier momento podía ser encarcelada, su familia deshecha y sus hijas abandonadas en el desamparo total, fuera capaz de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Suite francesa y lo llevara a cabo con tanta felicidad, trabajando en condiciones tan precarias. Sus cartas indican que se iba muy de mañana a la campiña y que escribía allí todo el día, acuclillada bajo un árbol, en una letra minúscula por la escasez de papel. El manuscrito no delata correcciones, algo notable, pues la estructura de la novela es redonda, sin fallas, así como su coherencia y la sincronización de acciones entre las decenas de personajes que se cruzan y descruzan en sus páginas hasta trazar el fresco de toda una sociedad sometida, por la invasión y la ocupación, a una especie de descarga eléctrica que la desnuda de todos sus secretos.

Había planeado una historia en cinco partes, de las que sólo terminó dos. Pero ambas son autosuficientes. La primera narra la hégira de los parisinos al interior de Francia, enloquecidos con la noticia de que las tropas alemanas han perforado la línea Maginot, derrotado al Ejército francés y ocuparán la capital en cualquier momento. La segunda, describe la vida en la Francia rural y campesina ocupada por las tropas alemanas. La descripción de lo que en ambas circunstancias sucede es minuciosa y serena, lo general y lo particular alternan de manera que el lector no pierde nunca la perspectiva del conjunto, mientras las historias de las familias e individuos concretos le permitan tomar conciencia de los menudos incidentes, tragedias, situaciones grotescas, cómicas, las cobardías y mezquindades que se mezclan con generosidades y heroísmos y la confusión y el desorden en que, en pocas horas, parece naufragar una civilización de muchos siglos, sus valores, su moral, sus maneras, sus instituciones, arrebatadas por la tempestad de tanques, bombardeos y matanzas.

Irène Némirovsky tenía al Tolstói de Guerra y paz como modelo cuando escribía su novela; pero el ejemplo que más le sirvió en la práctica fue el de Flaubert, cuya técnica de la impersonalidad elogia en una de sus notas. Esa estrategia narrativa ella la dominaba a la perfección. El narrador de su historia es un fantasma, una esfinge, una ausencia locuaz. No opina, no enfatiza, no juzga: muestra, con absoluta imparcialidad. Por eso, le creemos, y por eso esa historia fagocita al lector y este la vive al unísono con los personajes, y es con ellos valiente, cobarde, ingenuo, idealista, vil, inteligente, estúpido. No solo la sociedad francesa desfila por ese caleidoscopio de palabras, la humanidad entera parece haber sido apresada en esas páginas cuya maniática precisión es engañosa, pues por debajo de ella todo es dolor, desgarramiento, desánimo, tortura, envilecimiento, aunque, a veces, también, nobleza, amistad, amor y generosidad. La novela muestra cómo la vida es siempre más rica y sutil que las convicciones políticas y las ideologías y cómo puede a veces sobreponerse a los odios, las enemistades y las pasiones e imponer la sensatez y la racionalidad. Las relaciones que llegan a anudarse, por ejemplo, entre muchachas campesinas y burguesas -entre ellas, algunas esposas que tienen a sus maridos como prisioneros de guerra- y los soldados alemanes, uno de los temas más difíciles de desarrollar, están narradas con insuperable eficacia y dan lugar a las páginas más conmovedoras del libro.

Sobre la Segunda Guerra Mundial y los estragos que ella causó, así como sobre la irracionalidad homicida de Hitler y el nazismo se han escrito bibliotecas enteras de historias, ensayos, novelas, testimonios y estudios y se han hecho documentales innumerables, muchos excelentes. Yo quisiera decir que, entre todo ese material casi infinito, probablemente nadie consiguió mostrar de manera más persuasiva, lúcida y sentida, en el ámbito de la literatura, los alcances de aquel apocalipsis para los seres comunes y corrientes, como esta exiliada de Kiev, condenada a ser una de sus víctimas, que ante la adversidad optó por coger un lápiz y un cuaderno y echarse a fantasear otra vida para vengarse de la vida tan injusta que vivió.

lunes, 30 de agosto de 2010

La sombra de Innsmouth en Max Estrella. Tertulia del 27 de agosto de 2.010

Efectivamente, de nuevo Max Estrella, el esperpento de nuestro Valle Inclán, el personaje de Luces de Bohemia que da nombre al restaurante librería que albergó nuestra última tertulia, voló como una sombra sobre los escasos comensales y, por que no decirlo, también escasos tertulianos, seis para ser más exactos, que nos dimos cita el pasado viernes 20 de agosto.

La sombra, digo, viene a cuento del título objeto de nuestra tertulia y era precisamente la de Innsmouth, ciudad a todas luces, quiero decir a todas sombras imaginaria e imaginada por su angustioso autor Lovecraft.

Cinco capítulos, cinco escenas, la de un joven en busca de su árbol geneálogico con dificultades de transporte, la de un expendedor de billetes de tren con una intrigante historia que atrapa y desvía de su camino -precisamente hacia Innsmouth- a nuestro protagonista, la escenificación de un pueblo gris y tenebroso, las historias sobre "sirenos monstruosos" de un viejo borracho, una excelente descripción de pánico en la habitación de un hotel y finalmente la metamorfosis de nuestro personaje, conforman la historia de miedo y misterio que fue objeto de nuestra charla, lamentablemente en ausencia de nuestro querido mentor del libro elegido.

Según cuentan, "La sombra sobre Innsmouth" fue el único libro que vió publicar en vida Howard Phillips Lovecraft. El autor murió en 1.937, cuando iba a umplir 47 años, seis años después de la publicación de La Sombra. Su obra, entre relatos, ensayos y poemas, fue editada póstumamente por sus amigos August Delleth y Donald Wandrei quienes fundaron ad hoc la editorial Arkham House.

La tertulia, que comenzó, como debe ser, tras la ingesta de manjares y bebidas, comenzó con una breve lectura de algunos aspectos de la biografía del autor. Vicki destacó el extraño carácter del autor y menciona su horror al sexo citando para ello la opinión de algún crítico: "Debido a su represión tenemos una magnífica obra literaria".

Beatriz nos transmite la idea de que en este libro se perciben sensaciones a través de la audición que genera su lectura, a diferencia de la comunicación visual que impera en nuestra actual cultura.

Teresa nos cuenta su impresión acerca de la historia, haciendo hincapié en que empezó a "vivirse" en las escenas del hotel, en la mitología que subyace en la historia y en que fue la única que publicó en vida, ya que el resto de su obra fue impresa en revistas de mayor o menor prestigio.

El final, dice Beatriz, se malogra al identificar al protagonista como familiar de uno de los actores de las historias de terror.

Hablando precisamente sobre el final, se comenta que la historia queda abierta para que el lector decida si es real lo sucedido o, por el contrario, es el relato de un loco.

Susana opina que, efectivamente, se trata de un libro de misterio, pero con personajes poco creíbles. Le parece excelente la descripción del autobús y cree que el libro empieza mejor que acaba.

Vickie señala que las trece primeras páginas del libro están dedicadas exclusivamente a atemorizar al protagonista y que existe un exceso de utilización de adjetivos calificativos que quizá puedan encontrar su justificación en las creaciones literarias de este género y en esta época.

Víctor, que tuvo la deferencia de contactar por teléfono con la tertulia desde Las Palmas, nos señaló las contradicciones que encuentra entre el principio y el final de la obra, así como la inspiración en temas mitológicos y los temas que se sugieren en el texto y que al final no se cierran ni se materializan. También quiso compartir con nosotros su última lectura: "Tuareg" de Vázquez Figueroa.

Cristina nos señaló su sorpresa por la utilización de la esvástica en las piedras de los seres marinos y su incomprensión de la historia al no resolverse la investigación de la policía.

Como siempre, os pido disculpas por las omisiones que haya podido cometer en vuestros comentarios.

A continuación pasamos a proponer y votar los libros para la próxima tertulia que se celebrará el viernes 1 de octubre. Os pongo entre paréntesis los votos obtenidos de cada libro.

El libro elegido por mayoría absoluta fue:

- Suite Francesa, de Irene Nemirovsky (6).

También fueron propuestos:

- Las columnas de Hércules, de Paul Theroux (3).
- La casa del mirador ciego, de Herbjorg Wassmo (3).
- El museo de la inocencia, de Orhan Pamuk (3).
- Se lo que estás pensando, de John Verdon (3).
- Maldito Karma, de David Safier (2).
- La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons (5).

Pues...a disfrutar de Suite Francesa. Por cierto, este libro nos lo descubrió Beatriz hace un par de tertulias. Gracias Beatriz.

Nos vemos el 1 de octubre.

Joaquín