lunes, 26 de abril de 2010

Un relato para tratar de dinamizar el blog... espero que os guste.

Derribos

―¡Jorge!, ¡Jorge!―Dijo Marga aún medio dormida.―Son las siete y media. ¡Levántate! Johnnie no puede estar llegando tarde al cole todos los días; además a ti un día de estos te van a decir algo en la obra―. Su voz sonó tibia, suave, adormilada. Lo único que no deseaba hacer Jorge al oírla era irse de su lado. A ella todavía le quedaba media hora de cama.

―¡Me cago en todo lo que se menea!―masculló Jorge mientras daba vueltas como un rodillo aproximándose al borde de la cama. Se levantó y fue a la habitación de Johnnie, que al escuchar sus pasos se había escondido.

―¡Johnnie, no es un buen momento, vamos a llegar tarde!, ¡Dónde estás, sal ya! ¡Me voy a enfadar!

Jorge comprendió que era inútil amenazarlo; tendría que encontrarlo. En seguida localizó sus calcetines de gatitos peludos detrás de la cortina.

―¡Te pillé, polizón! Ahora vas a la ducha con pijama y todo, ja, ja, ja―la risa imitaba a la de un pirata sanguinario.
―¡Noo, noo!― gritaba Johnnie como si le fueran a echar a los tiburones. Jorge lo metió en la bañera y abrió el grifo, entre las risas y gritos del niño. Entonces Johnnie llenó su boca de agua y empezó a escupir a su padre.
―¡Chiquillo del demonio, ahora verás! Y giró la llave del agua fría.
―¡No, no, me rindo papá, me rindo pero por favor, pon el agua caliente, por favooooor!

Los gritos habían terminado de despertar a Marga, que venía a reprimirles, pero no pudo aguantar la risa al ver la escena que habían montado.

―¡Venga, gansos! Ahora entiendo por qué llegáis tarde a todos sitios. ¡Vaya par de gansos!

Cuando bajaron del baño, Marga les tenía preparado el desayuno. Normalmente lo preparaba Jorge así que el día empezaba bien. Marga era bastante mejor en la cocina que Jorge.

―¡Bien! ―gritó Johnnie―Hoy mamá hace tortitas.

Desayunaron mientras el padre leía el periódico. Una foto en la que cientos de patos aparecían muertos en la orilla de un lago llamó la atención de Johnnie.

―¿Papá, los patitos están muertos?
―Si, Johnnie.
―¿Por qué?
―Porque el agua del lago está sucia.
―¿y quién la ensució?
―Unos hombres de una fábrica que está al lado.
―¿Y por qué les dejan hacer eso?
―Uff. Es complicado de explicar, hijo. A veces, los malos se salen con la suya y los demás no podemos hacer nada por evitarlo.
―Pero en la tele siempre ganan los buenos.
―Solo en la tele, Johnnie. En la realidad todo hay que pelarlo y por ser bueno no eres más fuerte. Más bien todo lo contrario. En la realidad los buenos suelen ser más débiles y por eso deben esforzarse mucho más por ganar.
―¿Papá, tú no eres un héroe? ¿por qué no vas a la fábrica y la cierras?
―No puedo hijo, tengo que ir a trabajar. Y tú tienes que ir al cole. Corre a coger la maleta, corre.

El niño subió las escaleras a toda prisa. Poco después Jorge y Johnnie salían de la mano por la puerta. El padre llevaba puesto el mono de la obra, gastado y polvoriento y el hijo iba impecable con unos pantaloncitos azules y un polo blanco, limpio y bien planchado.

Después de llevar al niño al colegio, Jorge se dirigió a la obra. Trabajaba en una empresa de construcción especializada en derribos, “Demoliciones Soto”. Don Francisco Soto siempre decía que su negocio era “casi un arte”. Demoliciones soto preparaba lienzos para nuevas pinturas. Y en cierto modo así era, porque derrumbaban casas viejas para construir nuevas.

Jorge llevaba en la empresa desde su fundación. Don Francisco le consideraba un buen trabajador, pero no lo veía como capataz. Siempre le decía que era demasiado buena persona para ser jefe de nadie. Por eso el capataz era Gabriel, un tipo corpulento y de carácter fuerte. Don Francisco también solía decir que hay que tener a un tío con dos cojones controlando al personal.

Ese día fueron a derribar una casa de dos pisos a las afueras de la ciudad, en un pequeño valle que quedaba oculto detrás de una colina. Era una casa antigua, en su mayor parte de madera. Hoy terminarían pronto el trabajo―pensaron casi todos―. Tampoco harían falta grandes máquinas hoy. Los obreros entraron con mazas a derribar los principales tabiques para luego acabar desde fuera. Jorge subió al piso de arriba. Cuando empuñó la maza para golpear la pared fijó su mirada en la cenefa. Aquella debió de ser la habitación de un niño porque el dibujo era de un osito de peluche con un abrigo marrón, gorrito y bufanda. El osito iba en bicicleta, sonriendo, con una mirada profundamente ingenua, feliz. El viento levantaba hojas otoñales a su alrededor y su bufanda ondeaba por la velocidad. Aquella imagen produjo un efecto extraño en Jorge. Se sintió transportado a su niñez. Su memoria se activó con tanta viveza que le pareció oír la voz de su abuela Carmen cantando en la cocina mientras preparaba la comida. Podía oler el chocolate caliente de la merienda y recordó sus abrazos cálidos y su pelo fino y viejo rozándole la cara.

Jorge se quedó quieto, incapaz de golpear aquella pared.

―¡Quietos, quietos todos! No hagáis nada.

Sus compañeros lo miraron extrañados. Jorge trató de explicar por qué no debían derrumbar la casa. No podía entender por qué, pero sabía que no debían derribarla. Los demás trataron de hacer ver a Jorge la estupidez que estaba diciendo. Pero él se mantuvo firme. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese para que nadie comenzase la demolición.

Los compañeros, al verlo tan alterado, bajaron a buscar a Gabriel, el capataz. Jorge fue con ellos.

―¿Por qué carajo no estáis ahí dentro destrozando paredes?―les dijo el capataz. Jorge se adelantó a todos y contestó:

―Gabriel, ¿sabes esas veces en las que estás seguro de algo, pero no tienes ni idea de por qué? Ese instinto que suele ser siempre acertado... ―Gabriel se limitó a mirarlo en silencio, esperando que terminara de explicarse― He sentido algo en la casa que me impide derribarla o dejar que otros lo hagan. Por favor, vámonos a casa, hazme ese favor.

―Pero qué chorradas estás diciendo. Toda esta gente ha venido a trabajar y el patrón no les va a pagar un duro si no curran. Y a mí me dirá que en qué coño estoy pensando para no cumplir con mi deber porque a uno de los obreros se le hayan cruzado los cables.

―¿Cuántos años llevamos trabajando juntos, Gabriel? ¿Veinticinco, treinta?¿Alguna vez me has visto tener un comportamiento así?

Los obreros se impacientaban y uno de ellos se adelantó alzando la voz:

―Oye, Gabriel, aquí hemos venido a trabajar y a cobrar. Yo no me voy de aquí sin mi paga, me entiendes, ¿no?

Al obrero se unieron las voces de casi todos los trabajadores.

―Ya lo ves, Jorge, esto no tiene sentido. Deja que entremos y, si quieres, no trabajes tú.

―¡No, no! Yo pagaré por esta casa tal cuál está. Mañana iré a hablar con Don Francisco y le pagaré más que la gente que la quiere comprar. Y también me encargaré del jornal de todos por el día de hoy.

―Pero tío, ¿qué te pasa, te has vuelto loco? Pero si tú no tienes ni un duro.

―Pediré un préstamo.

―De acuerdo, si te comprometes a pagar a esta gente y a explicarle todo a Don Francisco, por mí no hay problema. Además, me temo que si lo intentamos te vas a oponer por la fuerza y no quiero problemas contigo, llevas demasiado tiempo en la empresa. ¡Chicos, se acabó por hoy! Mañana Jorge os traerá 50 € a cada uno por el día de trabajo. Luego miró a Jorge y le dijo:

―Sé que no fallarás con lo de pagarle a la gente, pero lo que no sé es cómo vas a explicarle esto a Marga.

Jorge llegó muy temprano a casa, antes del medio día. Al entrar, subió a su habitación y encontró a su mujer en la cama con Franck, su jefe en la agencia de publicidad.

Jorge se quedó clavado bajo el umbral de la puerta, incapaz de creer lo que veía, incapaz de imaginar que Marga podría alguna vez engañarle, incapaz de reaccionar. Ellos, en pleno éxtasis ni siquiera se dieron cuenta de que Jorge estaba allí. Se dio la vuelta y bajó las escaleras. Fue al banco antes de que cerrara y dejó su cuenta casi a cero. Con ese dinero le daba para pagar a sus compañeros lo que les había prometido. Comió en una cafetería y fue después a disculparse con Don Francisco. Recogió a Johnnie del colegio y lo llevó a casa. Marga no había llegado de trabajar. Bañó al niño y se pusieron a ver la tele. Las mismas series de todos los días. En una de las paradas publicitarias, una ONG explicaba las penurias que pasaban los niños de Haití. Al cambiar de canal vieron parte de un documental sobre el cambio climático. El telediario de la tres ponía imágenes de los atentados de todos los días en Irak. Las lágrimas cayeron en silencio por las mejillas de Jorge cuando Johnnie se había quedado dormido abrazándolo. Jorge lo miró y lloró aún más.

―Pobre hijo, lo que te espera―susurró mientras apagaba la tele y lo llevaba a dormir. Jorge también se acostó sin esperar a que llegase su mujer. No quiso pararse a pensar si las sábanas eran las mismas en las que su mujer había estado esa mañana con aquel tipo.

A la mañana siguiente Jorge se despertó temprano. Despertó a Johnnie y, por primera vez en mucho tiempo salieron pronto. No hubo juegos ni bromas. Cuando Jorge llegó a la obra dio el dinero a sus compañeros, cogió la maza y casi no necesitó ayuda de los otros para derribar la casa.

Gabriel se acercó a Jorge:

―Parece que ya se te pasó lo de ayer, ¿no? Aunque te ha salido cara la broma. ¿Qué coño te pasó?
―Nada, eran solo tonterías que se me metieron en la cabeza. Luego me dí cuenta de que aquí estamos para trabajar y no para estar haciendo tonterías. Uno a veces piensa que puede hacer algo para cambiar las cosas, pero son como pequeñas borracheras de ilusión, pequeños chutes de heroismo.

―Coño, Jorge. Creo que es la primera vez que te veo siendo un poco cínico. ¿Dónde está tu ingenuidad y tu optimismo? No pareces tú.

―Tienes toda la razón, Gabriel. Perdona, tengo que seguir trabajando.

Cuando empezaba a atardecer, la casa ya estaba derribada. La oscuridad de la noche fue ganando terreno y la gente se fue a casa, huyendo del frío y la humedad nocturna. Hasta el día siguiente.


Fin

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